Ni ladrones ni turbas
“¡Un ladrón, un ladrón!”. Esta expresión representó durante mi niñez una alarma que se repitió no pocas veces y, por lo general, después del grito salía una turba a perseguir a quien osara robarse desde un huevo hasta la gallina que lo había puesto. Aquella escena recreaba una estampa de nuestra miseria en un macabro espectáculo: el ladrón, además de rabia y desesperación, solía tener el perfil de un hombre espeluznante, y la multitud enfurecida que se tomaba la justicia a golpes, que lo humillaba y maltrataba, en ocasiones podía llegar a matarlo.
Ante un evento como este, con desenlace fatal, unos podían pensar que solo había sido un accidente, y que todo ladrón tiene el mal que merece, en contra de aquellos que afirmaban que tal respuesta era inhumana y desproporcionada, que la violencia y la venganza nunca iban a resolver nada frente a problemas estructurales como el hambre, la pobreza y la falta de educación.
El paso de las décadas nos ha brindado mejoras y progresos, pero no todo ha sido positivo. Por un lado pasamos de transportarnos en burro hasta llegar a la Luna en una nave espacial, pero por otro el estigma negativo que antes tenía el ladrón en la sociedad, hoy en día parece haberse transformado. De forma inexplicable, hubo quienes llegaron a la abrumadora conclusión de que las habilidades de aquel viejo ladrón callejero podían sofisticarse y resultar “más rentables” que las de un trabajador honrado, las de un profesional honorable o las de un graduado con ética y aplomo, sobre todo si le podía poner la mano al erario.